Guardó
el dinero en el bolsillo de su pantalón y fue en busca de lo anhelado.
Entre vueltas se topó con unos extraños aparatos que permitían hacer
apuestas con monedas. No había que entender en qué consistían las
reglas, era tan fácil como agarrarse de la palanca en su costado y
jalarla hacia abajo con poca fuerza. Con eso el destino hacía lo suyo.
Parecían ser miles las personas sentadas frente a esas máquinas, con los
ojos centrados en su pantalla, su mente embriagada con el ruido que
ellas emitían y con la esperanza de escuchar el escalofriante ruido de
las monedas chocando contra metal si tenían la suerte de ser ganadores.
En medio del tumulto, sonó una monótona melodía de circo. Una de las
máquinas comenzó a lanzar destellos de luz. Tres campanazos retumbaron
en los oídos de los curiosos que se habían acercado a idolatrar al
aparato que escupía monedas. La ganadora, casi con taquicardia, se
acaparó de su ganancia. Junto con el fin de espectáculo se acabaron los
cinco minutos de fama de la afortunada. Todos volvieron a sus puestos
tras las máquinas y continuaron tirando la palanca de la suerte mientras
sus ojos se volaban con los colores de la pantalla.
Agobiado
por el ambiente, decidió tomar otro vaso de agua. En una esquina del
bar una joven mujer jugaba con el humo de su cigarrillo mientras se
acompañaba de un martini. Pasaron pocos minutos cuando un par de sujetos
se le acercó a contarle sus triunfos. Ella los miraba sin verlos
realmente. Luego de escucharlos por un corto tiempo, tomó su copa y se
fue a sentar a otro lugar. Avergonzados, los vejetes volvieron a
seguirla y pusieron un paquete encima de sus piernas. Sin abrirlo, la
muchacha dejó el resto del martini sobre la barra y emprendió rumbo
entre los brazos de los desconocidos.
Tratando
de absorber todo lo que aquel lugar le tiraba, el hombre prefirió
esperar hasta calmarse un poco. Sin embargo, cada minuto que pasaba lo
emborrachaba más. A medida que las máquinas se iban apoderando de las
voces humanas aumentaba la densidad del humo. Casi de forma natural, las
personas se habían tornado muda para darle vida al ruido de las fichas
plásticas moviéndose entre los dedos ambiciosos. No había espacio para
ningún pensamiento que no fuera el del dinero. Sólo con mirar los fajos
de los potentados él se excitaba, pero no le duraba mucho cuando
recordaba aquel número maldito: el 21.
Queriendo
terminar rápido con el martirio se dirigió a una extensa mesa con una
ruleta al final. Todos hacían sus apuestas mientras él compraba sus
fichas. Un hombre en silla de ruedas manoseaba un cigarrillo mientras
cargaba la mesa con sus piezas. Frente a él, un hombre con ropa añeja y
barba de varios días discutía con su compañero de juego si apostaban 20 ó
50 mil pesos. Nervioso recordó el mito de aquel juego que tantas veces
lo había acompañado. Quizás fuera Pascal, quien, obsesionado con la idea
del movimiento, había creado el concepto de la ruleta. No obstante
siempre sintió más creíble la versión de Blanc, quien formó una alianza
con el diablo para entender aquel círculo que, al sumar todos sus
números daba como resultado 666. Así, tal como lo había hecho Blanc,
ahora él se entregaba por completo a la ruleta y apostaba su vida al 21.
Puso $10.000 sobre su preciado número. Primera jugada, número ganador:
el 6. Con temor miró al resto de los jugadores. Todos habían hecho
grandes apuestas en diversos números de la mesa. No obstante, contrario a
lo que él esperaba, estaban todos tan absortos en sus propios números
que nadie se había percatado de su fracaso. Después de todo, ¿qué
importancia podría tener una mísera ficha de $10.000 pesos al lado de
las demás apuestas?
Aliviado,
volvió a apostar $10.000 sobre el 21. Número ganador: 13. La casa
volvía a ganar y él comenzaba a ponerse nervioso. Esperó hasta que el
crupier arrojara las palabras “no va más” y realizó una apuesta más.
Nuevamente el resultado fue nulo. Le iban quedando $170.000 y el alcohol
lo seducía en la distancia. Alzó los ojos de la mesa buscando el bar
cuando se topó con la mujer del martini. Tenía la pintura de sus ojos
corrida y el pelo desordenado. El pronunciado escote en su vestido
permitía notar la excitación de sus pechos. Tentado, palpó el calor de
los billetes dentro de su bolsillo. Ella sintió los ojos del hombre
recorrerla y se quedó mirándolo fijamente. Cuando sus ojos se toparon
ella aprovechó de humedecer sus labios con su lengua. Extasiado con la
entrega de su cuerpo le dio un apretón al dinero que había toqueteado y
se acercó a ella.
- ¿Cuánto cobras? – le preguntó.
- ¿Para usted?
- Cómo quieras…para mí o para cualquier. Sólo dame un precio bajo. – le dijo posando su pesada mano en su trasero.
Acercándose a su oído ella pronunció el precio que tendría que pagar para llevársela a la cama.
- De acuerdo. Vamos.
Con torpeza la tomó del brazo y se la llevó al automóvil.
- ¿No vas a pagar una pieza?
- Esta perra está loca – dijo riéndose para sí. - ¿Con qué plata huevoncita? Métete al auto no más.
Sorprendida
por el repentino cambio de personalidad, la prostituta obedeció sin
responder. En el auto Phuong la tiró bajo su cuerpo y sus manos la
apretaron con desesperación. Era como si con cada agarrón buscara
arrancarle un pedazo. Excitado rajó el escote del vestido y comenzó a
cachetear sus mamas hasta lograr que los pezones se levantaran. Mientras
ella gemía de dolor, él mordisqueaba con brutalidad sus pechos.
Sin
poder arrancarlo de encima, la mujer comenzó a llorar en silencio.
Sabía que no lograría nada con gritar ya que su profesión era bien
conocida en el medio. Al ver las lágrimas, Phuong comenzó a sentir dolor
en su pene al no satisfacer su excitación sexual. Raudo, se desabrochó
su pantalón y subió el vestido de la joven. Al tratar de meter su
miembro se dio cuenta que sus músculos estaban contraídos.
- Mira mierda, te estoy pagando pa esto. Así que ábrete o te saco la cresta.
Zona no atinaba a hacer nada. Por más que trataba de hablar el temblor de su mentón no le permitía pronunciar las palabras.
Enajenado,
Phuong comenzó a golpear su rostro para penetrarla con facilidad.
Extasiado por el poder que estaba experimentando, sintió que su genital
aumentaba aún más de tamaño. Perdiendo fuerza, los músculos de Zona se
relajaron hasta que finalmente el hombre cumplió su propósito. Pocos
minutos después el hecho ya estaba consagrado y él abría la puerta del
auto para tirarla en la calle.
Se
sentó un rato frente al manubrio y contempló la noche. Zona se había
levantado del piso con dificultad y se había alejado con rapidez. Él la
miraba alejarse y sonreía mientras abría una ventana del automóvil para
espantar el olor a sexo y sentir el frío de la noche. Buscó las llaves
del auto en su bolsillo y se encontró con $20.000. Eso era lo único que
le quedaba de los $200.000. Miró el estanque de gasolina y decidió usar
el dinero sobrante en bencina. No alcanzó a prender el auto cuando sonó
su celular. Sorprendido contestó el aparato.
- ¿Aló?
- ¡Mi amor! – gritó una voz femenina por el otro lado del auricular.
- ¿Acacia?
- Sí tontito, ¿quién más?
- Hola preciosa. ¿En qué andas?
- Esperando.
- ¿Esperando qué cosa a estas horas?
- ¿Cómo que qué cosa? A que llegue el 21, ¿qué otra cosa podría ser?
- Ahh sí, claro, el 21.
- ¿Qué ocurre? ¿Se te olvidó lo que pasa en esa fecha?
- No
mi amor, ¿cómo se me podría olvidar el día de nuestro matrimonio? Pero
anda a acostarte que ya es tarde. Nos vemos mañana ¿bueno?
- Bueno mi vida. Que duermas bien.
Agobiado,
tiró el teléfono sobre el asiento del copiloto. Sentía los pensamientos
pesados y los ojos agotados de tanto ver. Apoyó su cabeza en el
respaldo y dio un largo suspiro. No va más, no va más se repetía una y otra vez en su mente.
- Sí va más… mucho más – se dijo a sí mismo en voz alta.
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