viernes, 10 de enero de 2014

placer extranjero

Eran cerca de las ocho de la tarde. María llevaba más de dos horas arreglándose para la cena que tenía donde unos amigos de su marido. Terminaba de peinarse cuando escuchó los pasos de Adelio en la entrada.

- ¡Amor, estoy en el dormitorio! – gritó María.

- ¿Cómo estás? – preguntó Adelio dirigiéndose al closet.

- Bien, bien. Casi lista para que vayamos donde tus amigos y no lleguemos tarde como siempre. – una sonrisa apareció en los labios de María mientras decía estas palabras.

Adelio se reía de las palabras de su mujer. Había estado todo el día trabajando y necesitaba relajarse. La voz de María siempre había sido un sedante para sus oídos y hoy parecía tener más efecto que nunca.

- ¿Qué llevas puesto? – preguntó el hombre mientras trataba de elegir una polera que combinara con sus pantalones azules.

- El vestido rojo que me compré la semana pasada.

Adelio trató de recordar la prenda. Asomó su cabeza desde el closet y se encontró con María vestida con un escotado vestido burdeo que apretaba su figura hasta la altura de las caderas. Tiras de distintos largos caían hasta sus rodillas. La espalda, al igual que el pecho, gozaba de un pronunciado corte que llegaba hasta el final del espinazo. María terminó de ponerse el lápiz labial que hacía juego con su vestido. Alzó la vista para revisar el maquillaje de sus ojos en el espejo y vio que Adelio la miraba extasiado. Impulsivamente, sus ojos recorrieron el cuerpo parado en el umbral del closet. El hombre aún estaba sin camisa y comenzaba a sudar por la excitación. De inmediato, María se fijó en su miembro. Percibía tan bien el aumento de su tamaño, que casi podía sentir su dureza. Se cruzaron los ojos de la pareja y ambos advirtieron el deseo.

- Siempre es factible seguir con nuestra tradición. – dijo pícaramente Adelio.

- ¿A sí? ¿Y qué tradición sería esa? – preguntó María dando vuelta su torso.

- Ya sabes, la de atra…

Adelio no alcanzó a terminar la frase. María se levantó y golpeó los labios de su marido con un beso. Sus manos recorrían embriagadas el abdomen y la espalda de su pareja. Acostumbrado a los arrebatos sexuales de su mujer, Adelio la fue empujando contra la muralla hasta que su espalda golpeó contra la pared. Ahora las manos de Adelio mantenían el control. Comenzó amasando el busto, pasó por los glúteos y terminó empapándose los dedos con los cálidos líquidos vaginales. María se dejaba acariciar. Se excitaba cuando Adelio la trataba con dureza.

- Sigue, por favor sigue. No pares… - gemía entre suspiros María.

Adelio disfrutaba, le gustaba mantener el dominio y sentir a su mujer totalmente sumisa.

- Dime que te gusta. – le ordenaba Adelio mientras la tiraba encima de la cama y su pene jugaba con el clítoris.

- ¡Sí, me encanta, pero no vayas a parar ahora que te mato!

- Sí, eres una putita ¿cierto?

- Sí, sí, soy tu puta. Para de jugar y plántalo de una vez.

Él seguía bromeando y hacia que su pene rozara los labios vaginales.

- ¡Sólo mételo, mételo fuerte y bien adentro! – gritó María enajenada con la calentura.

Adelio obedeció y penetró a María con rabia. Mientras ella seguía acostada en la cama, él, con ambas rodillas sobre el colchón, tomaba a María de las caderas y la acercaba con fuerza hasta que sentía que su miembro no podía entrar más. Con la mirada empañada, Adelio se concentró en su propio placer mientras escuchaba, casi en segundo plano, los gemidos de placer de María. Ella disfrutaba cada penetración y se apretaba los pezones con las manos.

Cuando sintió que el cuerpo de María comenzaba a tiritar y sus labios lanzaban gemidos más cortos y profundos, Adelio se permitió le eyaculación. La sintió como una erupción que remeció todo su cuerpo.

- Vamos, ya estamos atrasados. – dijo después de unos minutos Adelio.

- Sí… me arreglo el pelo y vamos.

Llegando a la casa de Ana y Martín, la pareja tocó el timbre. Mientras esperaban que alguien saliera a abrirles la puerta, Adelio le daba pellizcos al trasero de María.

- ¡Para! ¡Nos pueden ver! – coqueteaba María.

- Que nos vean, seremos la envidia de todos los que no saben lo bueno que es joder.

- Shhh… ahí viene alguien.

- ¡Hola! Pasen, pasen. ¡Qué bueno tenerlos aquí! – los saludó con alegría la dueña de casa.

- Gracias Ana, nosotros también estamos felices de estar… - María no alcanzó a terminar la frase. Notó que el lugar estaba repleto de gente.

- ¿Estás bien? – preguntó Adelio al ver que su mujer seguía callada.

- Sí, sí, todo bien… Ana, no nos dijiste que había más gente.

- ¿Qué tal, qué tal? ¡Miren quiénes llegaron! – interrumpió Martín.

- Hola Martín, ¿por qué tanto misterio con la cena? – preguntó Adelio.

- Vamos hombre, no hagas tantas preguntas. Simplemente organizamos una comida y decidimos invitar a los más cercanos.

Olvidando el descuido de sus amigos, María y Adelio se unieron a los demás en el living. Había cerca de veinte personas. Los mayores se adueñaron de la mesa del living para jugar póquer. Quienes no participaban en los naipes se apartaron en dos grupos: a un lado los hombres y al otro las mujeres. La separación se veía tan natural, que María y Adelio no se atrevieron a ir contra la corriente. Luego de besar a su marido, María se unió al grupo de las mujeres y Adelio al de los hombres. De vez en cuando la pareja se contactaba visualmente y sonreían al recordar el placer que les produjo el sexo de unas horas atrás.

María aún sonreía cuando la vio aparecer. Su tez se confundía con el color que emanaban las luces. Sus ojos almendrados se movían de un lado al otro revisando todos los rincones de la habitación. Mantenía los labios serios, salvo cuando una niña que la llevaba de la mano le susurraba al oído. Ahí sus labios azules lanzaban una carcajada sin que nadie entendiera el motivo de la risa.

- Namiko, ¿qué te sirvo? – le preguntó Ana.

- Pisco Sour. – respondió en un español perfecto.

- ¿Y a tu amiga?

Luego de hacerle unas preguntas en japonés, Namiko pidió lo mismo para su acompañante.

María las miraba maravillada. Siempre había sentido fascinación por otras culturas. Riéndose, la japonesa comenzó a acariciar la espalda de su acompañante. Al ver que María no le sacaba los ojos de encima, Namiko se dirigió a ella.

- Hace rato que me miras.

Avergonzada, María fijó la mirada en el suelo.

- Está bien, no te preocupes. Estoy acostumbrada a que me miren.

- Realmente lo siento, no quise incomodarte. – respondió más relajada María.

- ¿Incomodarme? En realidad lo tomé como un cumplido.

Namiko la comenzaba a enamorar con sus ojos. Jamás se había sentido atraída a las mujeres. Le gustaba tanto el pene que no se imaginaba estando con alguien de su mismo sexo. Sin embargo la japonesa la encantaba con su figura esbelta, sus pezones pequeños, sus ojos sensuales y sus labios azules.

- Ven, acompáñame. – le ordenó Namiko poniéndole la mano en su muslo.

Al escucharla, sintió que le aumentaba la temperatura entre las piernas. Rápidamente se sintió mojada y sus respiros se hicieron más profundos.

- Tócame.

Cautivada María exploró el cuerpo de Namiko. Sus piernas eran suaves y lisas, carecían de cualquier imperfección. La japonesa miraba con autoridad mientras María la acariciaba como una niña.

A medida que subía por sus piernas, María iba explorando. Le arrancó la falda a la japonesa. Al ver que no llevaba ropa interior, ajó su blusa y se encontró de frente con su busto. Dos pequeños senos la invitaban a chupar sus pezones. Hambrienta, María se los llevó a su boca, lamió los alrededores del busto y mamó los pezones.

- Baja, baja un poquito más. – gemía Namiko.

Obediente, María comenzó a saborear las caderas de la japonesa. Su piel tenía un aroma a flores. Cada caricia remecía a Namiko. Ambas mujeres sentían cómo se iban abriendo sus vaginas a medida que aumentaba la temperatura de sus cuerpos. Ansiosa, María bajó por el abdomen de Namiko y se topó con su vagina y le dio pequeños lengüetazos al clítoris. Sentía que el calor que emanaba del cuerpo de Namiko era un respiro. Suave, sus labios sintieron el sabor de la japonesa, un poco amargo y salado a la misma vez. Una vez acostumbrada al nuevo gusto, María jugó bruscamente con su amante, mordisqueándola y chupándola con pasión. Al sentir la jugosa boca de María revoloteando, Namiko comenzó a gemir cada vez más fuerte hasta que su cuerpo tiritó extasiado.

- Vamos. – dijo María cuando Namiko terminó de moverse.

- ¿Por qué tan rápido? – preguntó la japonesa acariciando el pelo de su compañera.

- Adelio me debe estar buscando.

- ¿Quién es Adelio?

- Mi marido.

- Ahhh… lo podríamos intentar con él algún día.

- ¿Hablas enserio? – inquirió María extrañada.

- Sí, ¿por qué no? Creo que sería interesante. – contestó Namiko sonriendo.

María respondió con una carcajada y le entregó la ropa que hace unos minutos le había sacado . Tomó a Namiko de la mano y la llevó donde estaban las demás mujeres. Al poco rato apareció Adelio.

- Amor, aquí estás. Te estaba buscando.

- Lo siento, estaba con una amiga. Namiko, este es Adelio.

- Mucho gusto. – respondió Namiko extendiendo la mano.

- Igual. – contestó Adelio.

- Muy bien, vamos. Adiós Namiko, nos vemos luego. Voy a buscar mi abrigo y vuelvo – se despidió María.

- Bien, aquí te esperaremos.

- Parece que te llevas muy bien con María.- le dijo Adelio a la japonesa mientras esperaban a María.

- Sí, es una mujer increíble. – En ese instante Namiko se acercó a Adelio. Clavándole su pierna entre las de él, le mordió el labio inferior.

Encendido, Adelio quedó mirando a la japonesa. En eso apareció María lista para irse.

- Ahora sí, adiós Namiko.

Sin responder, Namiko agarró una pechuga de María y besó sus labios. María lanzó una pequeña risa de nervios y se llevó a su marido de la mano. Aturdidos, ambos se alejaron de la mujer de labios azules. Mientras la pareja viajaba a casa, Namiko se revolcaba con su anónima compañera.

Cuando llegaron, María y Adelio entraron directo al dormitorio.

- Buenas noches. – dijo el hombre cuando estaban acostados.

- Buenas noches, que duermas bien. – respondió María.

Al apagar las luces permitieron que reinara el silencio de la noche. Ambos trataban de cerrar los ojos y conciliar el sueño. A pesar del cansancio que se iba apoderando de sus músculos, no podían dormir. Una sola imagen estaba presente en sus mentes: la japonesa. Por primera vez, en diez años de matrimonio, la cama se les hizo demasiado chica.

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