Eran cerca de las ocho de la
tarde. María llevaba más de dos horas arreglándose para la cena que
tenía donde unos amigos de su marido. Terminaba de peinarse cuando
escuchó los pasos de Adelio en la entrada.
- ¡Amor, estoy en el dormitorio! – gritó María.
- ¿Cómo estás? – preguntó Adelio dirigiéndose al closet.
-
Bien, bien. Casi lista para que vayamos donde tus amigos y no lleguemos
tarde como siempre. – una sonrisa apareció en los labios de María
mientras decía estas palabras.
Adelio se reía de las palabras de
su mujer. Había estado todo el día trabajando y necesitaba relajarse. La
voz de María siempre había sido un sedante para sus oídos y hoy parecía
tener más efecto que nunca.
- ¿Qué llevas puesto? – preguntó el hombre mientras trataba de elegir una polera que combinara con sus pantalones azules.
- El vestido rojo que me compré la semana pasada.
Adelio
trató de recordar la prenda. Asomó su cabeza desde el closet y se
encontró con María vestida con un escotado vestido burdeo que apretaba
su figura hasta la altura de las caderas. Tiras de distintos largos
caían hasta sus rodillas. La espalda, al igual que el pecho, gozaba de
un pronunciado corte que llegaba hasta el final del espinazo. María
terminó de ponerse el lápiz labial que hacía juego con su vestido. Alzó
la vista para revisar el maquillaje de sus ojos en el espejo y vio que
Adelio la miraba extasiado. Impulsivamente, sus ojos recorrieron el
cuerpo parado en el umbral del closet. El hombre aún estaba sin camisa y
comenzaba a sudar por la excitación. De inmediato, María se fijó en su
miembro. Percibía tan bien el aumento de su tamaño, que casi podía
sentir su dureza. Se cruzaron los ojos de la pareja y ambos advirtieron
el deseo.
- Siempre es factible seguir con nuestra tradición. – dijo pícaramente Adelio.
- ¿A sí? ¿Y qué tradición sería esa? – preguntó María dando vuelta su torso.
- Ya sabes, la de atra…
Adelio
no alcanzó a terminar la frase. María se levantó y golpeó los labios de
su marido con un beso. Sus manos recorrían embriagadas el abdomen y la
espalda de su pareja. Acostumbrado a los arrebatos sexuales de su mujer,
Adelio la fue empujando contra la muralla hasta que su espalda golpeó
contra la pared. Ahora las manos de Adelio mantenían el control. Comenzó
amasando el busto, pasó por los glúteos y terminó empapándose los dedos
con los cálidos líquidos vaginales. María se dejaba acariciar. Se
excitaba cuando Adelio la trataba con dureza.
- Sigue, por favor sigue. No pares… - gemía entre suspiros María.
Adelio disfrutaba, le gustaba mantener el dominio y sentir a su mujer totalmente sumisa.
- Dime que te gusta. – le ordenaba Adelio mientras la tiraba encima de la cama y su pene jugaba con el clítoris.
- ¡Sí, me encanta, pero no vayas a parar ahora que te mato!
- Sí, eres una putita ¿cierto?
- Sí, sí, soy tu puta. Para de jugar y plántalo de una vez.
Él seguía bromeando y hacia que su pene rozara los labios vaginales.
- ¡Sólo mételo, mételo fuerte y bien adentro! – gritó María enajenada con la calentura.
Adelio
obedeció y penetró a María con rabia. Mientras ella seguía acostada en
la cama, él, con ambas rodillas sobre el colchón, tomaba a María de las
caderas y la acercaba con fuerza hasta que sentía que su miembro no
podía entrar más. Con la mirada empañada, Adelio se concentró en su
propio placer mientras escuchaba, casi en segundo plano, los gemidos de
placer de María. Ella disfrutaba cada penetración y se apretaba los
pezones con las manos.
Cuando sintió que el cuerpo de María
comenzaba a tiritar y sus labios lanzaban gemidos más cortos y
profundos, Adelio se permitió le eyaculación. La sintió como una
erupción que remeció todo su cuerpo.
- Vamos, ya estamos atrasados. – dijo después de unos minutos Adelio.
- Sí… me arreglo el pelo y vamos.
Llegando
a la casa de Ana y Martín, la pareja tocó el timbre. Mientras esperaban
que alguien saliera a abrirles la puerta, Adelio le daba pellizcos al
trasero de María.
- ¡Para! ¡Nos pueden ver! – coqueteaba María.
- Que nos vean, seremos la envidia de todos los que no saben lo bueno que es joder.
- Shhh… ahí viene alguien.
- ¡Hola! Pasen, pasen. ¡Qué bueno tenerlos aquí! – los saludó con alegría la dueña de casa.
-
Gracias Ana, nosotros también estamos felices de estar… - María no
alcanzó a terminar la frase. Notó que el lugar estaba repleto de gente.
- ¿Estás bien? – preguntó Adelio al ver que su mujer seguía callada.
- Sí, sí, todo bien… Ana, no nos dijiste que había más gente.
- ¿Qué tal, qué tal? ¡Miren quiénes llegaron! – interrumpió Martín.
- Hola Martín, ¿por qué tanto misterio con la cena? – preguntó Adelio.
- Vamos hombre, no hagas tantas preguntas. Simplemente organizamos una comida y decidimos invitar a los más cercanos.
Olvidando
el descuido de sus amigos, María y Adelio se unieron a los demás en el
living. Había cerca de veinte personas. Los mayores se adueñaron de la
mesa del living para jugar póquer. Quienes no participaban en los naipes
se apartaron en dos grupos: a un lado los hombres y al otro las
mujeres. La separación se veía tan natural, que María y Adelio no se
atrevieron a ir contra la corriente. Luego de besar a su marido, María
se unió al grupo de las mujeres y Adelio al de los hombres. De vez en
cuando la pareja se contactaba visualmente y sonreían al recordar el
placer que les produjo el sexo de unas horas atrás.
María aún
sonreía cuando la vio aparecer. Su tez se confundía con el color que
emanaban las luces. Sus ojos almendrados se movían de un lado al otro
revisando todos los rincones de la habitación. Mantenía los labios
serios, salvo cuando una niña que la llevaba de la mano le susurraba al
oído. Ahí sus labios azules lanzaban una carcajada sin que nadie
entendiera el motivo de la risa.
- Namiko, ¿qué te sirvo? – le preguntó Ana.
- Pisco Sour. – respondió en un español perfecto.
- ¿Y a tu amiga?
Luego de hacerle unas preguntas en japonés, Namiko pidió lo mismo para su acompañante.
María
las miraba maravillada. Siempre había sentido fascinación por otras
culturas. Riéndose, la japonesa comenzó a acariciar la espalda de su
acompañante. Al ver que María no le sacaba los ojos de encima, Namiko se
dirigió a ella.
- Hace rato que me miras.
Avergonzada, María fijó la mirada en el suelo.
- Está bien, no te preocupes. Estoy acostumbrada a que me miren.
- Realmente lo siento, no quise incomodarte. – respondió más relajada María.
- ¿Incomodarme? En realidad lo tomé como un cumplido.
Namiko
la comenzaba a enamorar con sus ojos. Jamás se había sentido atraída a
las mujeres. Le gustaba tanto el pene que no se imaginaba estando con
alguien de su mismo sexo. Sin embargo la japonesa la encantaba con su
figura esbelta, sus pezones pequeños, sus ojos sensuales y sus labios
azules.
- Ven, acompáñame. – le ordenó Namiko poniéndole la mano en su muslo.
Al
escucharla, sintió que le aumentaba la temperatura entre las piernas.
Rápidamente se sintió mojada y sus respiros se hicieron más profundos.
- Tócame.
Cautivada
María exploró el cuerpo de Namiko. Sus piernas eran suaves y lisas,
carecían de cualquier imperfección. La japonesa miraba con autoridad
mientras María la acariciaba como una niña.
A medida que subía
por sus piernas, María iba explorando. Le arrancó la falda a la
japonesa. Al ver que no llevaba ropa interior, ajó su blusa y se
encontró de frente con su busto. Dos pequeños senos la invitaban a
chupar sus pezones. Hambrienta, María se los llevó a su boca, lamió los
alrededores del busto y mamó los pezones.
- Baja, baja un poquito más. – gemía Namiko.
Obediente,
María comenzó a saborear las caderas de la japonesa. Su piel tenía un
aroma a flores. Cada caricia remecía a Namiko. Ambas mujeres sentían
cómo se iban abriendo sus vaginas a medida que aumentaba la temperatura
de sus cuerpos. Ansiosa, María bajó por el abdomen de Namiko y se topó
con su vagina y le dio pequeños lengüetazos al clítoris. Sentía que el
calor que emanaba del cuerpo de Namiko era un respiro. Suave, sus labios
sintieron el sabor de la japonesa, un poco amargo y salado a la misma
vez. Una vez acostumbrada al nuevo gusto, María jugó bruscamente con su
amante, mordisqueándola y chupándola con pasión. Al sentir la jugosa
boca de María revoloteando, Namiko comenzó a gemir cada vez más fuerte
hasta que su cuerpo tiritó extasiado.
- Vamos. – dijo María cuando Namiko terminó de moverse.
- ¿Por qué tan rápido? – preguntó la japonesa acariciando el pelo de su compañera.
- Adelio me debe estar buscando.
- ¿Quién es Adelio?
- Mi marido.
- Ahhh… lo podríamos intentar con él algún día.
- ¿Hablas enserio? – inquirió María extrañada.
- Sí, ¿por qué no? Creo que sería interesante. – contestó Namiko sonriendo.
María
respondió con una carcajada y le entregó la ropa que hace unos minutos
le había sacado . Tomó a Namiko de la mano y la llevó donde estaban las
demás mujeres. Al poco rato apareció Adelio.
- Amor, aquí estás. Te estaba buscando.
- Lo siento, estaba con una amiga. Namiko, este es Adelio.
- Mucho gusto. – respondió Namiko extendiendo la mano.
- Igual. – contestó Adelio.
- Muy bien, vamos. Adiós Namiko, nos vemos luego. Voy a buscar mi abrigo y vuelvo – se despidió María.
- Bien, aquí te esperaremos.
- Parece que te llevas muy bien con María.- le dijo Adelio a la japonesa mientras esperaban a María.
-
Sí, es una mujer increíble. – En ese instante Namiko se acercó a
Adelio. Clavándole su pierna entre las de él, le mordió el labio
inferior.
Encendido, Adelio quedó mirando a la japonesa. En eso apareció María lista para irse.
- Ahora sí, adiós Namiko.
Sin
responder, Namiko agarró una pechuga de María y besó sus labios. María
lanzó una pequeña risa de nervios y se llevó a su marido de la mano.
Aturdidos, ambos se alejaron de la mujer de labios azules. Mientras la
pareja viajaba a casa, Namiko se revolcaba con su anónima compañera.
Cuando llegaron, María y Adelio entraron directo al dormitorio.
- Buenas noches. – dijo el hombre cuando estaban acostados.
- Buenas noches, que duermas bien. – respondió María.
Al
apagar las luces permitieron que reinara el silencio de la noche. Ambos
trataban de cerrar los ojos y conciliar el sueño. A pesar del cansancio
que se iba apoderando de sus músculos, no podían dormir. Una sola
imagen estaba presente en sus mentes: la japonesa. Por primera vez, en
diez años de matrimonio, la cama se les hizo demasiado chica.
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