Se sentó en la primera fila de los bancos
de la iglesia. Frente a ella había un Cristo crucificado. Tenía sangre
en su frente, en sus manos y en sus pies. La estatua la miraba
suplicante, adolorido. Sentía que le rogaba que lo sacara de su
martirio, que lo desgarrara de aquel dolor insoportable. Ella lo miraba,
con inocencia, sintiendo lástima por él, queriendo ir a su auxilio,
pero sabiendo que no estaba en sus manos ayudarlo. Al sentir unos brazos
que la sostenían con firmeza volvió a la realidad, “Ve a despedirte de
tu madre Mariel”. No entendió aquellas palabras, pero siguiendo los
pasos de los demás, se aproximó al ataúd que no estaba a más de medio
metro de distancia de ella. Al llegar frente a el vio el rostro de aquel
ángel que le había dado la vida. La miró sin comprender porque todos a
su alrededor lloraban, cuando para ella, esa mujer tendida frente a sus
ojos se veía hermosa que nunca. Lo que más la sorprendió fue la sonrisa
de su madre. Se veía tan tranquila, que por un momento la envidió.
Sabia
que algo había cambiado en su vida, pero no podía entender qué era. Con
un impulso, se acercó y trató de besar su frente. Pero el rostro estaba
protegido por un vidrio. Fue ahí cuando entendió a que se estaba
enfrentando. La muerte se le hizo tan real que casi pudo olerla. El
adiós que nunca pensó que llegaría, se había hecho realidad. Miró al
Cristo, al mismo que había querido auxiliar, y lo odió con una fuerza
que no creía capaz de tener. Le lanzó una última mirada a su madre y la
despreció por haberla dejado sola. Por haber sido tan egoísta y haberse
marchado de este mundo sin ella. Dio media vuelta y salió de la iglesia
sabiendo que jamás sería la misma. La vida le había cambiado. Los
rostros, incluso aquellos que le eran tan familiares, tenían otra
mirada. Decidió irse caminando a la casa de sus abuelos. En el trayecto
sintió por primera vez un nudo en la garganta que le quitó el aliento y
le impidió el llanto. Se sentía aturdida, fuera de este mundo. No se
daba cuenta de lo que hacía, sólo tenía espacio para sumergirse en sus
propios pensamientos.
Sin entender cómo llegó tan rápido donde
sus abuelos, entró en la sala donde estaban los invitados. Todos los que
se cruzaban en su camino la abrazaban y le decían cuánto lo lamentaban
mientras las lágrimas se asomaban en sus ojos. Mariel no reconoció a
nadie, y entre más abrazos le daban, más frías le parecían aquellas
muestras de afecto. Sintió que eran todos cínicos, hipócritas que se
encontraban ahí por compromiso y no por amor a la difunta. No aguantó
más y salió de en medio de aquella vorágine de cuerpos desalmados. Fue
al segundo piso y entró en la habitación que era de su madre cuando
soltera. Entró, cerró la puerta con llave y derramó las lágrimas que
había estado aguantando durante el día.
Con esfuerzo, logró
calmar el ardor del alma. Decidió cerrar los ojos al mundo y no ver.
Aunque fuera por unos instantes quería simplemente desaparecer,
disolverse y dejar de existir. El odio, el mismo que había sentido hace
unas horas por aquel ser sagrado, seguía aflorando dentro de ella. Se
manifestaba de diversas formas, en contra de su sangre, su tradición, su
pasado y toda la vida que aún no experimentaba.
Mientras tanto,
la vida en el primer piso seguía acorde a la tradición familiar.
Proveniente de una cultura árabe machista, dura, y conservadora, que
había dado sus primeros pasos en el continente latinoamericano a
principios de 1900 con la llegada de sus bisabuelos, Mariel sabía que
abajo estaban las mujeres porque sólo los hombres tenían la “fuerza”
para ir al cementerio.
De pronto Mariel recordó la historia que
le contaba su madre. El viaje de los bisabuelos, en una nave marítima
que prácticamente no podía mantenerse. Sahara, una niña de tan sólo
catorce años, llevaba en su vientre a su primogénita. Su única
preocupación era complacer a su esposo y en su alma estaba el temor de
llegar a una tierra de extraños, con un idioma y pensamiento distinto al
que ella conocía. Pero todo sacrificio se justificaba si al final
estaban en la tierra prometida. En el Líbano, América era el lugar que
los mayores envidiaban. Siempre se comentaban las fortunas que se podían
hacer en aquel confín del mundo. Así fue como Sahara y Hasim
emprendieron el viaje hacia lo desconocido. Este hombre, por el cual
Sahara debía dar su vida de acuerdo a lo que le habían enseñado desde el
día en que abrió los ojos, era un desconocido para ella. Como tantos
otros en la región libanesa, habían tenido un matrimonio arreglado por
los padres de los novios. Sin conocerse ni menos aún amarse, emigraron
en condiciones tan extremas que si no hubiese sido por su juventud y
ansias de vivir, ni uno de los dos habría soportado.
Al finalizar
el episodio en su mente, volvió a aparecer el recuerdo de su madre.
Cerró los ojos buscando sentir sus brazos. Al no encontrarla lanzó un
grito de frustración. Comenzó a sentir un dolor profundo en el pecho,
como si le estuvieran clavando una daga. Poco a poco fue perdiendo el
control y sus pequeñas manos empezaron a tiritar. Mariel se agarró la
cabeza. Enlazó su pelo entre sus dedos y tiró los mechones enredados en
sus manos. Frustrada arrugó su rostro tratando de no pensar.
Al
cabo de un rato abrió los ojos. Frente a ella, bella y llena de
vitalidad vio una vez más a su madre. La mujer comenzó a hablarle tan
despacio que tuvo dificultad para oírla. Poco a poco fue subiendo el
tono, hasta que finalmente pudo entender. “¡Mariel, abre la puerta!”,
extrañamente no era la voz de su madre la que retumbaba en su mente sino
la de su hermano. “¡Mariel, estas ahi? Abre la puerta por favor!”
Sacudió su cabeza sin entender qué ocurría, luego comprendió que no
había sido más que un sueño, su madre jamás había estado junto a ella y
su hermano la llamaba del otro lado de la habitación. Con flaqueza se
levantó de la cama para abrir la puerta:
- ¿Qué ocurre? ¿Por qué tocas la puerta así?
El
joven no tuvo palabras, no supo que decir. Simplemente la miró, con
pena y con impotencia. Frente a él se encontraba su hermana menor. Sin
embargo, al mirar sus ojos, entendió que no sólo reflejaban dolor. La
inocencia estaba perdida, la esperanza y los sueños destrozados. Sólo el
vacío y el odio mantenían a aquella criatura con vida.
Ismael no
le respondió a su hermana. La tomó de la mano y la sacó de la casa de
sus abuelos. Caminaron largo rato en silencio por las calles. El otoño
comenzaba a aparecer y las hojas muertas decoraban la vereda. El viento
ya se sentía helado en esa época y aquel día no era una excepción.
- ¿Hasta cuándo vamos a seguir caminando? – preguntó Mariel cuando le comenzaron a doler los pies.
- No sé… ¿quieres volver?
- Sí, pero no quiero ver a nadie.
Ismael
la entendió. Desde la misa que él sentía lo mismo. Había tanta gente a
quien saludar que ya estaba cansado. Necesitaba recostarse en su cama.
No quería aparentar nada ante nadie. Debía darle espacio al dolor que
había aguantando desde que supo que su madre había muerto.
En
cuanto llegaron a casa creyeron que estaban solos. El auto de su madre
estaba estacionado en el jardín pero no así el de su padre. Incrédulos,
los niños recorrieron la casa en busca de alguien. En la cocina
encontraron a la Chela, la empleada que había estado con ellos desde
siempre.
- Vengan, les voy a preparar un sándwich.
- ¿Dónde está el papá? – preguntó Ismael mientras se devoraba el sándwich.
- Ya va a llegar.
La
Chela no sabía qué decir. Esos niños, esa familia, habían sido todo lo
que ella había tenido desde los 14 años cuando se fue de los campos de
su padre en el sur. Ahora había muerto la patrona y el padre de los
niños prácticamente se había dado a la fuga. Hace dos días que no
aparecía en la casa. Quería llorar, no por la pérdida de su empleadora,
sino que por la ida de una amiga incondicional. Pero ahora no podía
hacerlo, debía mantenerse firme para que los niños pudieran apoyarse en
ella.
- Vamos, los voy a meter a la cama. – les dijo cuando habían terminado de comer.
Obedientes,
los pequeños acompañaron a la empleada. Se lavaron los dientes y se
acostaron. A los pocos minutos ambos niños se quedaron dormidos. La
Chela los dejó solos y se fue a la cocina. Mientras se tomaba una taza
de té se dio cuenta de lo grande y silenciosa que era la casa.
Decidió
que ella también debía descansar. Prendió la luz de su dormitorio y
comenzó a desvestirse. No acababa de ponerse el pijama cuando sintió el
portón automático abrirse.
- Ha llegado el patrón. – se dijo para sí.
Siguió
arropándose. Seguramente don Wadi pasaría directo a su dormitorio.
Acababa de apagar la luz cuando sintió unos golpes en su puerta.
Creyendo que eran uno de los niños, la Chela se apresuró a abrir la
puerta.
- Don Wadi. – dijo al ver que era su patrón el que golpeaba.
- Chela, ayúdame… quítame este dolor.
- Don Wadi, vaya a acostarse. Hace dos días que no ve a sus hijos. Debe estar bien por ellos.
- Mis hijos, mis hijos. Ellos son en lo único que todos piensan. ¿Qué hay de mí? ¿Acaso yo no tengo derecho a sufrir?
- Don Wadi, por favor, va a despertar a los niños. Vaya a dormir.
- ¡No quiero dormir! ¡Quiero que alguien se preocupe por mí!
- Pero usted ya es un hombre, ellos no tienen a nadie más.
-
¡Qué me importan esos mocosos! ¿Crees que me preocupan? Sólo los tuve
porque mi mujer quería tener hijos. Más encima ahora se muere y me deja
solo con dos pendejos que no quiero.
- Don Wadi, ¡los niños!
Pero
ya era demasiado tarde. Ismael y Mariel estaban despiertos. Al igual
que la Chela, habían escuchado cuando el portón se abría y habían
decidido levantarse. Mariel había ido corriendo en busca de un abrazo
cuando escuchó los gritos en la cocina.
Don Wadi notó que la Chela seguiría poniendo las necesidades de sus hijos antes que las suyas.
- Chela, creo que es mejor que mañana empaques tus cosas y te vayas. Anda a la oficina la próxima semana para que te pague.
- Pero don Wadi…
La
Chela no tuvo tiempo para convencer a su patrón. El viudo se volvió a
subir al auto y nuevamente se escuchó el portón eléctrico. La empleada
quiso salir corriendo detrás de don Wadi para hacerlo cambiar de
opinión. No alcanzó a abrir la puerta de la calle cuando vio a los niños
llorando a los pies de la escalera del hall de entrada.
- No le hagan caso a su papá. Tiene mucha pena y no sabe qué hacer.
-
La pena no tiene nada que ver Chela. Ese viejo de mierda no nos quiere.
Hace días que se fue a putear y ahora vino directo a tu habitación. Ni
siquiera nos pasó a saludar. – alegó Ismael.
- Ismael, no digas esas cosas que te vas a arrepentir.
- Igual como se va a arrepentir él seguramente. ¿Viste? Así estaremos iguales. – dijo el niño refiriéndose a su padre.
- Vamos a dormir. – interrumpió Mariel tomando la mano de su hermano.
- Sí, vamos.
La
empleada acompañó a los dos niños y los tres durmieron juntos. Al
próximo día la Chela decidió que los niños no podían seguir viviendo con
su padre. Alguien tenía que criarlos, educarlos y vestirlos.
- 243… - la Chela pronunció los números que ya conocía de memoria.
- ¿Aló? ¿Hablo con la señora Yani?
- Sí, con ella… ¿Chela eres tú?
La Chela le explicó a la madre de su patrona todo lo que estaba ocurriendo. Incrédula, la Yani escuchaba por el teléfono.
-
No lo puedo creer. – dijo finalmente. – Tantos años de casada y mi hija
jamás me dijo nada. Mis nietos no se pueden quedar ahí. Hoy mismo me
los traigo para la casa.
Mientras la Chela les explicaba la
conversación que había tenido con la Yani, los pequeños comenzaron a
llorar. Estaban parados ante la vida sin saber a qué atenerse ni cómo
moverse. En pocos días habían perdido a su madre. Y de paso, la vida se
había encargado de arrebatarles a su padre también. Sólo con un abrazo
de la empleada lograron calmar sus corazones. Nuevamente Ismael tomó la
mano de su hermana, empacaron un par de cosas y se dirigieron hacia la
casa de sus abuelos.
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