viernes, 10 de enero de 2014

la escondida

Escondida

- ¡A la escondida! Yo con la Sole y tú con mi hermana.
El juego estaba decidido, los equipos armados. Javier y Soledad deben contar mientras Francisco y Camila se esconden.
- 1, 2, 3… - se escucha la voz de los niños mientras ocultan sus cabezas tras un árbol del patio de la abuela.
Mientras tanto, la Cami y Francisco corren desesperados sin saber dónde esconderse para que no los pille su equipo rival. Los adultos mantienen una rutinaria conversación sobre negocios en la terraza del jardín y no prestan atención a los juegos infantiles. A fin de cuentas, mientras los pequeños no se pongan a llorar no vale la pena prestarles atención.
Camila comienza a sudar del nerviosismo. Las palmas de sus manos están húmedas y siente dificultad para respirar.
- Pancho, ¿qué vamos a hacer? – le pregunta la niña a su primo mayor.
Sin responder si quiera, Francisco la toma del brazo y la tira con fuerza hacia el interior de la casa. Sorprendida Camila no entiende la reacción de su primo pero trata de seguirle el ritmo de sus pisadas. Las piernas de Francisco le parecen más largas que de costumbre y el aire se le hace cada vez más escaso.
Luego de un trote que parecía no terminar para Camila, llegan al dormitorio de sus abuelos. Cada vez que entra a esa pieza se extraña que sus abuelos duerman en camas separadas. Sin embargo, el familiar olor a café del dormitorio hace que la pequeña se sienta segura. Como si ese olor y la cruz que cuelga de la muralla fueran lo único que ella necesita para estar a salvo.
- Vamos, al balcón. – ordena Pancho.
Camila lo sigue sin hablar. El rostro de su primo ya no le parece reconocible. Tampoco logra descifrar la mirada que tienen sus ojos. Se ve tan distinto, como si lo hubiesen cambiado y mantenido igual al mismo tiempo. Pancho le ordena guardar silencio mientras asoma su cabeza por el balcón para ver si encuentra a Javier y Soledad en el patio.
- ¿Pancho? – pregunta Camila queriendo saber qué es lo que observa Francisco.
- ¡Cállate!
Antes que Pancho pueda terminar de gritarle, su mano se mueve rápidamente y le planta una cachetada a su prima. Camila se queda helada con la mirada fija en el suelo. No le sale la voz, no puede hablar ni gritar. Pequeñas lágrimas comienzan a brotar del borde de sus ojos. El impacto del puño de Pancho en su rostro es insignificante al lado del sentimiento de pequeñez e impotencia que se va apoderando de ella. Quiere moverse y salir corriendo pero ha perdido el control de sus piernas. Sólo en su mente logra hablar y pide, con todas sus fuerzas, que su hermano y Soledad los encuentren rápido.
Pancho no le presta atención a la Cami. Camina de un extremo del balcón al otro. De repente la ve y se da cuenta de lo que ha hecho. Trata de remediar la situación diciéndole a Camila que no sea inmadura y que pare de llorar. Pero Camila no lo escucha, lo ha bloqueado de su sistema. Pancho se da cuenta que su prima no está reaccionando y decide abrazarla, pero en vez de responder al gesto, Camila contrae todo su cuerpo como un feto para protegerse y esconderse de su primo. El pequeño no sabe qué hacer y se desespera cuando piensa que Camila lo puede acusar. Quiere controlar la situación y no sabe cómo ya que ni si quiera logra obtener una reacción de su prima. Luego de dudar por unos minutos se le ocurre una idea perfecta para demostrarle a Camila quién es el que manda y hacerle guardar silencio.
- Cami, Cami, Cami. Tú sabes que este jueguito tiene que quedar entre nosotros ¿cierto? – Le pregunta Pancho mientras posa su mano derecha en el muslo de la niña.
Nuevamente el silencio. Camila no entiende qué está pasando… no quiere saber y trata de pensar que nada de esto es real. Pero la mano de su primo comienza a subir por su falda y no se siente bien, hay algo extraño que no debería estar pasando y ella no sabe cómo describirlo. La mano ha llegado a su ropa interior, la niña se queda estática con todos sus músculos apretados.
- Viste que no era tan difícil quedarse calladita. – Se mofa Pancho mientras la golpea con un beso forzado.
- ¡Suéltame! – finalmente logra gritar.
Pancho sólo se ríe. La agarra de ambas manos y la amenaza: si abre la boca la escena se repetirá. Camila ya no quiere escuchar nada y sale corriendo en busca de su hermano.
- ¡Te pillamos! – grita Javier cuando ve a Camila corriendo en su dirección.
Camila quiere hablar, quiere decirle todo lo que ocurrió y sentirse protegida. Pero su hermano no entiende, no sabe lo que ha pasado tras los muros del dormitorio de los abuelos. Al poco tiempo aparece Pancho y se va a jugar con Javier dejando a las niñas solas. La Sole mira a su compañera de juegos y le cuenta lo linda que es la muñeca que le regalaron el día anterior, pero Camila se ha ido lejos. No le interesan los juegos ni las juguetes, ya no quiere ver a nadie ni escuchar más palabras. Busca la mirada de su madre pero ésta, al igual que los demás adultos, está hablando de negocios. Trata de entender qué están diciendo los mayores pero sólo logra comprender palabras al aire “el impuesto, el precio del dólar, la guerra de Estados Unidos, la economía nacional.” Nada de eso le ayuda a sentirse bien. Trata de aguantar sus ganas de salir corriendo, pero los deseos de huir son más grandes. Deja a Soledad hablando sola y se dirige con paso firme hacia donde está su madre.
- Mamá, ¿nos podemos ir?
- Espérate un ratito Cami, estoy hablando con tus tíos.
La pequeña decide darle espacio a su madre y se aleja un par de pasos. No pasan cinco minutos cuando vuelve a sus faldas.
- Mami, ¿podemos hablar?
- ¡Camila por Dios! ¿No me escuchaste cuando te dije que estaba hablando con tus tíos? ¡Anda a jugar con la Sole mejor!
Es la primera vez que Camila se enfrenta a la soledad y no sabe cómo resistirse a ella. Su propia madre le está dando la espalda. No hay forma que se pueda sentir más abandonada, como si repentinamente ya no quedara nadie en el mundo que la quisiera. Rendida, la pequeña se sienta sola en un rincón de la terraza. No quiere alejarse de ahí, al menos en aquel lugar está frente a la mirada de los adultos y cree que eso tiene que darle algo de seguridad.
Cerca de dos horas más tarde, la madre le dice que se van para la casa. Con timidez Camila se despide de todos sus parientes y se dirige cabizbaja al auto. Cuando están las dos solas la pequeña trata de encontrar la calidez que le da la presencia de su madre. Mira directo a los ojos de su progenitora y se da cuenta que ésta ha olvidado la conversación que tuvieron hace un rato.
- El Pancho me tocó por debajo de la falda. – Al fin lo dice. Y con esas palabras Camila siente que se ha quitado un enorme peso de encima.
- ¿¡Qué!? – grita la madre.
- El Pancho me tocó entre las piernas. – Repite más suavemente.
A pesar de que sólo faltan pasos para llegar a la casa, la madre frena bruscamente y le da una cachetada a su hija.
- ¡Camila, no quiero que andes diciendo estupideces! – le grita.
- ¡Pero si es verdad! – protesta la niña.
- ¡Me importa un carajo si es verdad o mentira! ¡Esas cosas no se dicen y punto! Fin de la discusión y no quiero se hable más del tema. ¿Me entendiste?
- ¡¿Me entendiste o no?! – vuelve a gritar la madre al no escuchar respuesta de Camila.
- Sí mamá, te entendí. – finalmente logra balbucear desde su movil.
Tal como su madre ha ordenado, Camila no vuelve a mencionar la situación. Sin embargo, no puede escapar del sentimiento de podredumbre que le han dejado las manos de su primo. El poco viaje que queda transcurre en silencio. Al llegar a casa la madre cambia el rostro y vuelve a tener la misma sonrisa de siempre. La hija, siguiendo el ejemplo y las indicaciones de su madre, comienza a decir incoherencias… era ya una adulta.

la despedida

Se sentó en la primera fila de los bancos de la iglesia. Frente a ella había un Cristo crucificado. Tenía sangre en su frente, en sus manos y en sus pies. La estatua la miraba suplicante, adolorido. Sentía que le rogaba que lo sacara de su martirio, que lo desgarrara de aquel dolor insoportable. Ella lo miraba, con inocencia, sintiendo lástima por él, queriendo ir a su auxilio, pero sabiendo que no estaba en sus manos ayudarlo. Al sentir unos brazos que la sostenían con firmeza volvió a la realidad, “Ve a despedirte de tu madre Mariel”. No entendió aquellas palabras, pero siguiendo los pasos de los demás, se aproximó al ataúd que no estaba a más de medio metro de distancia de ella. Al llegar frente a el vio el rostro de aquel ángel que le había dado la vida. La miró sin comprender porque todos a su alrededor lloraban, cuando para ella, esa mujer tendida frente a sus ojos se veía hermosa que nunca. Lo que más la sorprendió fue la sonrisa de su madre. Se veía tan tranquila, que por un momento la envidió.

Sabia que algo había cambiado en su vida, pero no podía entender qué era. Con un impulso, se acercó y trató de besar su frente. Pero el rostro estaba protegido por un vidrio. Fue ahí cuando entendió a que se estaba enfrentando. La muerte se le hizo tan real que casi pudo olerla. El adiós que nunca pensó que llegaría, se había hecho realidad. Miró al Cristo, al mismo que había querido auxiliar, y lo odió con una fuerza que no creía capaz de tener. Le lanzó una última mirada a su madre y la despreció por haberla dejado sola. Por haber sido tan egoísta y haberse marchado de este mundo sin ella. Dio media vuelta y salió de la iglesia sabiendo que jamás sería la misma. La vida le había cambiado. Los rostros, incluso aquellos que le eran tan familiares, tenían otra mirada. Decidió irse caminando a la casa de sus abuelos. En el trayecto sintió por primera vez un nudo en la garganta que le quitó el aliento y le impidió el llanto. Se sentía aturdida, fuera de este mundo. No se daba cuenta de lo que hacía, sólo tenía espacio para sumergirse en sus propios pensamientos.

Sin entender cómo llegó tan rápido donde sus abuelos, entró en la sala donde estaban los invitados. Todos los que se cruzaban en su camino la abrazaban y le decían cuánto lo lamentaban mientras las lágrimas se asomaban en sus ojos. Mariel no reconoció a nadie, y entre más abrazos le daban, más frías le parecían aquellas muestras de afecto. Sintió que eran todos cínicos, hipócritas que se encontraban ahí por compromiso y no por amor a la difunta. No aguantó más y salió de en medio de aquella vorágine de cuerpos desalmados. Fue al segundo piso y entró en la habitación que era de su madre cuando soltera. Entró, cerró la puerta con llave y derramó las lágrimas que había estado aguantando durante el día.

Con esfuerzo, logró calmar el ardor del alma. Decidió cerrar los ojos al mundo y no ver. Aunque fuera por unos instantes quería simplemente desaparecer, disolverse y dejar de existir. El odio, el mismo que había sentido hace unas horas por aquel ser sagrado, seguía aflorando dentro de ella. Se manifestaba de diversas formas, en contra de su sangre, su tradición, su pasado y toda la vida que aún no experimentaba.

Mientras tanto, la vida en el primer piso seguía acorde a la tradición familiar. Proveniente de una cultura árabe machista, dura, y conservadora, que había dado sus primeros pasos en el continente latinoamericano a principios de 1900 con la llegada de sus bisabuelos, Mariel sabía que abajo estaban las mujeres porque sólo los hombres tenían la “fuerza” para ir al cementerio.

De pronto Mariel recordó la historia que le contaba su madre. El viaje de los bisabuelos, en una nave marítima que prácticamente no podía mantenerse. Sahara, una niña de tan sólo catorce años, llevaba en su vientre a su primogénita. Su única preocupación era complacer a su esposo y en su alma estaba el temor de llegar a una tierra de extraños, con un idioma y pensamiento distinto al que ella conocía. Pero todo sacrificio se justificaba si al final estaban en la tierra prometida. En el Líbano, América era el lugar que los mayores envidiaban. Siempre se comentaban las fortunas que se podían hacer en aquel confín del mundo. Así fue como Sahara y Hasim emprendieron el viaje hacia lo desconocido. Este hombre, por el cual Sahara debía dar su vida de acuerdo a lo que le habían enseñado desde el día en que abrió los ojos, era un desconocido para ella. Como tantos otros en la región libanesa, habían tenido un matrimonio arreglado por los padres de los novios. Sin conocerse ni menos aún amarse, emigraron en condiciones tan extremas que si no hubiese sido por su juventud y ansias de vivir, ni uno de los dos habría soportado.

Al finalizar el episodio en su mente, volvió a aparecer el recuerdo de su madre. Cerró los ojos buscando sentir sus brazos. Al no encontrarla lanzó un grito de frustración. Comenzó a sentir un dolor profundo en el pecho, como si le estuvieran clavando una daga. Poco a poco fue perdiendo el control y sus pequeñas manos empezaron a tiritar. Mariel se agarró la cabeza. Enlazó su pelo entre sus dedos y tiró los mechones enredados en sus manos. Frustrada arrugó su rostro tratando de no pensar.

Al cabo de un rato abrió los ojos. Frente a ella, bella y llena de vitalidad vio una vez más a su madre. La mujer comenzó a hablarle tan despacio que tuvo dificultad para oírla. Poco a poco fue subiendo el tono, hasta que finalmente pudo entender. “¡Mariel, abre la puerta!”, extrañamente no era la voz de su madre la que retumbaba en su mente sino la de su hermano. “¡Mariel, estas ahi? Abre la puerta por favor!” Sacudió su cabeza sin entender qué ocurría, luego comprendió que no había sido más que un sueño, su madre jamás había estado junto a ella y su hermano la llamaba del otro lado de la habitación. Con flaqueza se levantó de la cama para abrir la puerta:

- ¿Qué ocurre? ¿Por qué tocas la puerta así?

El joven no tuvo palabras, no supo que decir. Simplemente la miró, con pena y con impotencia. Frente a él se encontraba su hermana menor. Sin embargo, al mirar sus ojos, entendió que no sólo reflejaban dolor. La inocencia estaba perdida, la esperanza y los sueños destrozados. Sólo el vacío y el odio mantenían a aquella criatura con vida.

Ismael no le respondió a su hermana. La tomó de la mano y la sacó de la casa de sus abuelos. Caminaron largo rato en silencio por las calles. El otoño comenzaba a aparecer y las hojas muertas decoraban la vereda. El viento ya se sentía helado en esa época y aquel día no era una excepción.

- ¿Hasta cuándo vamos a seguir caminando? – preguntó Mariel cuando le comenzaron a doler los pies.

- No sé… ¿quieres volver?

- Sí, pero no quiero ver a nadie.

Ismael la entendió. Desde la misa que él sentía lo mismo. Había tanta gente a quien saludar que ya estaba cansado. Necesitaba recostarse en su cama. No quería aparentar nada ante nadie. Debía darle espacio al dolor que había aguantando desde que supo que su madre había muerto.

En cuanto llegaron a casa creyeron que estaban solos. El auto de su madre estaba estacionado en el jardín pero no así el de su padre. Incrédulos, los niños recorrieron la casa en busca de alguien. En la cocina encontraron a la Chela, la empleada que había estado con ellos desde siempre.

- Vengan, les voy a preparar un sándwich.

- ¿Dónde está el papá? – preguntó Ismael mientras se devoraba el sándwich.

- Ya va a llegar.

La Chela no sabía qué decir. Esos niños, esa familia, habían sido todo lo que ella había tenido desde los 14 años cuando se fue de los campos de su padre en el sur. Ahora había muerto la patrona y el padre de los niños prácticamente se había dado a la fuga. Hace dos días que no aparecía en la casa. Quería llorar, no por la pérdida de su empleadora, sino que por la ida de una amiga incondicional. Pero ahora no podía hacerlo, debía mantenerse firme para que los niños pudieran apoyarse en ella.

- Vamos, los voy a meter a la cama. – les dijo cuando habían terminado de comer.

Obedientes, los pequeños acompañaron a la empleada. Se lavaron los dientes y se acostaron. A los pocos minutos ambos niños se quedaron dormidos. La Chela los dejó solos y se fue a la cocina. Mientras se tomaba una taza de té se dio cuenta de lo grande y silenciosa que era la casa.

Decidió que ella también debía descansar. Prendió la luz de su dormitorio y comenzó a desvestirse. No acababa de ponerse el pijama cuando sintió el portón automático abrirse.

- Ha llegado el patrón. – se dijo para sí.

Siguió arropándose. Seguramente don Wadi pasaría directo a su dormitorio. Acababa de apagar la luz cuando sintió unos golpes en su puerta. Creyendo que eran uno de los niños, la Chela se apresuró a abrir la puerta.

- Don Wadi. – dijo al ver que era su patrón el que golpeaba.

- Chela, ayúdame… quítame este dolor.

- Don Wadi, vaya a acostarse. Hace dos días que no ve a sus hijos. Debe estar bien por ellos.

- Mis hijos, mis hijos. Ellos son en lo único que todos piensan. ¿Qué hay de mí? ¿Acaso yo no tengo derecho a sufrir?

- Don Wadi, por favor, va a despertar a los niños. Vaya a dormir.

- ¡No quiero dormir! ¡Quiero que alguien se preocupe por mí!

- Pero usted ya es un hombre, ellos no tienen a nadie más.

- ¡Qué me importan esos mocosos! ¿Crees que me preocupan? Sólo los tuve porque mi mujer quería tener hijos. Más encima ahora se muere y me deja solo con dos pendejos que no quiero.

- Don Wadi, ¡los niños!

Pero ya era demasiado tarde. Ismael y Mariel estaban despiertos. Al igual que la Chela, habían escuchado cuando el portón se abría y habían decidido levantarse. Mariel había ido corriendo en busca de un abrazo cuando escuchó los gritos en la cocina.

Don Wadi notó que la Chela seguiría poniendo las necesidades de sus hijos antes que las suyas.

- Chela, creo que es mejor que mañana empaques tus cosas y te vayas. Anda a la oficina la próxima semana para que te pague.

- Pero don Wadi…

La Chela no tuvo tiempo para convencer a su patrón. El viudo se volvió a subir al auto y nuevamente se escuchó el portón eléctrico. La empleada quiso salir corriendo detrás de don Wadi para hacerlo cambiar de opinión. No alcanzó a abrir la puerta de la calle cuando vio a los niños llorando a los pies de la escalera del hall de entrada.

- No le hagan caso a su papá. Tiene mucha pena y no sabe qué hacer.

- La pena no tiene nada que ver Chela. Ese viejo de mierda no nos quiere. Hace días que se fue a putear y ahora vino directo a tu habitación. Ni siquiera nos pasó a saludar. – alegó Ismael.

- Ismael, no digas esas cosas que te vas a arrepentir.

- Igual como se va a arrepentir él seguramente. ¿Viste? Así estaremos iguales. – dijo el niño refiriéndose a su padre.

- Vamos a dormir. – interrumpió Mariel tomando la mano de su hermano.

- Sí, vamos.

La empleada acompañó a los dos niños y los tres durmieron juntos. Al próximo día la Chela decidió que los niños no podían seguir viviendo con su padre. Alguien tenía que criarlos, educarlos y vestirlos.

- 243… - la Chela pronunció los números que ya conocía de memoria.

- ¿Aló? ¿Hablo con la señora Yani?

- Sí, con ella… ¿Chela eres tú?

La Chela le explicó a la madre de su patrona todo lo que estaba ocurriendo. Incrédula, la Yani escuchaba por el teléfono.

- No lo puedo creer. – dijo finalmente. – Tantos años de casada y mi hija jamás me dijo nada. Mis nietos no se pueden quedar ahí. Hoy mismo me los traigo para la casa.

Mientras la Chela les explicaba la conversación que había tenido con la Yani, los pequeños comenzaron a llorar. Estaban parados ante la vida sin saber a qué atenerse ni cómo moverse. En pocos días habían perdido a su madre. Y de paso, la vida se había encargado de arrebatarles a su padre también. Sólo con un abrazo de la empleada lograron calmar sus corazones. Nuevamente Ismael tomó la mano de su hermana, empacaron un par de cosas y se dirigieron hacia la casa de sus abuelos.

placer extranjero

Eran cerca de las ocho de la tarde. María llevaba más de dos horas arreglándose para la cena que tenía donde unos amigos de su marido. Terminaba de peinarse cuando escuchó los pasos de Adelio en la entrada.

- ¡Amor, estoy en el dormitorio! – gritó María.

- ¿Cómo estás? – preguntó Adelio dirigiéndose al closet.

- Bien, bien. Casi lista para que vayamos donde tus amigos y no lleguemos tarde como siempre. – una sonrisa apareció en los labios de María mientras decía estas palabras.

Adelio se reía de las palabras de su mujer. Había estado todo el día trabajando y necesitaba relajarse. La voz de María siempre había sido un sedante para sus oídos y hoy parecía tener más efecto que nunca.

- ¿Qué llevas puesto? – preguntó el hombre mientras trataba de elegir una polera que combinara con sus pantalones azules.

- El vestido rojo que me compré la semana pasada.

Adelio trató de recordar la prenda. Asomó su cabeza desde el closet y se encontró con María vestida con un escotado vestido burdeo que apretaba su figura hasta la altura de las caderas. Tiras de distintos largos caían hasta sus rodillas. La espalda, al igual que el pecho, gozaba de un pronunciado corte que llegaba hasta el final del espinazo. María terminó de ponerse el lápiz labial que hacía juego con su vestido. Alzó la vista para revisar el maquillaje de sus ojos en el espejo y vio que Adelio la miraba extasiado. Impulsivamente, sus ojos recorrieron el cuerpo parado en el umbral del closet. El hombre aún estaba sin camisa y comenzaba a sudar por la excitación. De inmediato, María se fijó en su miembro. Percibía tan bien el aumento de su tamaño, que casi podía sentir su dureza. Se cruzaron los ojos de la pareja y ambos advirtieron el deseo.

- Siempre es factible seguir con nuestra tradición. – dijo pícaramente Adelio.

- ¿A sí? ¿Y qué tradición sería esa? – preguntó María dando vuelta su torso.

- Ya sabes, la de atra…

Adelio no alcanzó a terminar la frase. María se levantó y golpeó los labios de su marido con un beso. Sus manos recorrían embriagadas el abdomen y la espalda de su pareja. Acostumbrado a los arrebatos sexuales de su mujer, Adelio la fue empujando contra la muralla hasta que su espalda golpeó contra la pared. Ahora las manos de Adelio mantenían el control. Comenzó amasando el busto, pasó por los glúteos y terminó empapándose los dedos con los cálidos líquidos vaginales. María se dejaba acariciar. Se excitaba cuando Adelio la trataba con dureza.

- Sigue, por favor sigue. No pares… - gemía entre suspiros María.

Adelio disfrutaba, le gustaba mantener el dominio y sentir a su mujer totalmente sumisa.

- Dime que te gusta. – le ordenaba Adelio mientras la tiraba encima de la cama y su pene jugaba con el clítoris.

- ¡Sí, me encanta, pero no vayas a parar ahora que te mato!

- Sí, eres una putita ¿cierto?

- Sí, sí, soy tu puta. Para de jugar y plántalo de una vez.

Él seguía bromeando y hacia que su pene rozara los labios vaginales.

- ¡Sólo mételo, mételo fuerte y bien adentro! – gritó María enajenada con la calentura.

Adelio obedeció y penetró a María con rabia. Mientras ella seguía acostada en la cama, él, con ambas rodillas sobre el colchón, tomaba a María de las caderas y la acercaba con fuerza hasta que sentía que su miembro no podía entrar más. Con la mirada empañada, Adelio se concentró en su propio placer mientras escuchaba, casi en segundo plano, los gemidos de placer de María. Ella disfrutaba cada penetración y se apretaba los pezones con las manos.

Cuando sintió que el cuerpo de María comenzaba a tiritar y sus labios lanzaban gemidos más cortos y profundos, Adelio se permitió le eyaculación. La sintió como una erupción que remeció todo su cuerpo.

- Vamos, ya estamos atrasados. – dijo después de unos minutos Adelio.

- Sí… me arreglo el pelo y vamos.

Llegando a la casa de Ana y Martín, la pareja tocó el timbre. Mientras esperaban que alguien saliera a abrirles la puerta, Adelio le daba pellizcos al trasero de María.

- ¡Para! ¡Nos pueden ver! – coqueteaba María.

- Que nos vean, seremos la envidia de todos los que no saben lo bueno que es joder.

- Shhh… ahí viene alguien.

- ¡Hola! Pasen, pasen. ¡Qué bueno tenerlos aquí! – los saludó con alegría la dueña de casa.

- Gracias Ana, nosotros también estamos felices de estar… - María no alcanzó a terminar la frase. Notó que el lugar estaba repleto de gente.

- ¿Estás bien? – preguntó Adelio al ver que su mujer seguía callada.

- Sí, sí, todo bien… Ana, no nos dijiste que había más gente.

- ¿Qué tal, qué tal? ¡Miren quiénes llegaron! – interrumpió Martín.

- Hola Martín, ¿por qué tanto misterio con la cena? – preguntó Adelio.

- Vamos hombre, no hagas tantas preguntas. Simplemente organizamos una comida y decidimos invitar a los más cercanos.

Olvidando el descuido de sus amigos, María y Adelio se unieron a los demás en el living. Había cerca de veinte personas. Los mayores se adueñaron de la mesa del living para jugar póquer. Quienes no participaban en los naipes se apartaron en dos grupos: a un lado los hombres y al otro las mujeres. La separación se veía tan natural, que María y Adelio no se atrevieron a ir contra la corriente. Luego de besar a su marido, María se unió al grupo de las mujeres y Adelio al de los hombres. De vez en cuando la pareja se contactaba visualmente y sonreían al recordar el placer que les produjo el sexo de unas horas atrás.

María aún sonreía cuando la vio aparecer. Su tez se confundía con el color que emanaban las luces. Sus ojos almendrados se movían de un lado al otro revisando todos los rincones de la habitación. Mantenía los labios serios, salvo cuando una niña que la llevaba de la mano le susurraba al oído. Ahí sus labios azules lanzaban una carcajada sin que nadie entendiera el motivo de la risa.

- Namiko, ¿qué te sirvo? – le preguntó Ana.

- Pisco Sour. – respondió en un español perfecto.

- ¿Y a tu amiga?

Luego de hacerle unas preguntas en japonés, Namiko pidió lo mismo para su acompañante.

María las miraba maravillada. Siempre había sentido fascinación por otras culturas. Riéndose, la japonesa comenzó a acariciar la espalda de su acompañante. Al ver que María no le sacaba los ojos de encima, Namiko se dirigió a ella.

- Hace rato que me miras.

Avergonzada, María fijó la mirada en el suelo.

- Está bien, no te preocupes. Estoy acostumbrada a que me miren.

- Realmente lo siento, no quise incomodarte. – respondió más relajada María.

- ¿Incomodarme? En realidad lo tomé como un cumplido.

Namiko la comenzaba a enamorar con sus ojos. Jamás se había sentido atraída a las mujeres. Le gustaba tanto el pene que no se imaginaba estando con alguien de su mismo sexo. Sin embargo la japonesa la encantaba con su figura esbelta, sus pezones pequeños, sus ojos sensuales y sus labios azules.

- Ven, acompáñame. – le ordenó Namiko poniéndole la mano en su muslo.

Al escucharla, sintió que le aumentaba la temperatura entre las piernas. Rápidamente se sintió mojada y sus respiros se hicieron más profundos.

- Tócame.

Cautivada María exploró el cuerpo de Namiko. Sus piernas eran suaves y lisas, carecían de cualquier imperfección. La japonesa miraba con autoridad mientras María la acariciaba como una niña.

A medida que subía por sus piernas, María iba explorando. Le arrancó la falda a la japonesa. Al ver que no llevaba ropa interior, ajó su blusa y se encontró de frente con su busto. Dos pequeños senos la invitaban a chupar sus pezones. Hambrienta, María se los llevó a su boca, lamió los alrededores del busto y mamó los pezones.

- Baja, baja un poquito más. – gemía Namiko.

Obediente, María comenzó a saborear las caderas de la japonesa. Su piel tenía un aroma a flores. Cada caricia remecía a Namiko. Ambas mujeres sentían cómo se iban abriendo sus vaginas a medida que aumentaba la temperatura de sus cuerpos. Ansiosa, María bajó por el abdomen de Namiko y se topó con su vagina y le dio pequeños lengüetazos al clítoris. Sentía que el calor que emanaba del cuerpo de Namiko era un respiro. Suave, sus labios sintieron el sabor de la japonesa, un poco amargo y salado a la misma vez. Una vez acostumbrada al nuevo gusto, María jugó bruscamente con su amante, mordisqueándola y chupándola con pasión. Al sentir la jugosa boca de María revoloteando, Namiko comenzó a gemir cada vez más fuerte hasta que su cuerpo tiritó extasiado.

- Vamos. – dijo María cuando Namiko terminó de moverse.

- ¿Por qué tan rápido? – preguntó la japonesa acariciando el pelo de su compañera.

- Adelio me debe estar buscando.

- ¿Quién es Adelio?

- Mi marido.

- Ahhh… lo podríamos intentar con él algún día.

- ¿Hablas enserio? – inquirió María extrañada.

- Sí, ¿por qué no? Creo que sería interesante. – contestó Namiko sonriendo.

María respondió con una carcajada y le entregó la ropa que hace unos minutos le había sacado . Tomó a Namiko de la mano y la llevó donde estaban las demás mujeres. Al poco rato apareció Adelio.

- Amor, aquí estás. Te estaba buscando.

- Lo siento, estaba con una amiga. Namiko, este es Adelio.

- Mucho gusto. – respondió Namiko extendiendo la mano.

- Igual. – contestó Adelio.

- Muy bien, vamos. Adiós Namiko, nos vemos luego. Voy a buscar mi abrigo y vuelvo – se despidió María.

- Bien, aquí te esperaremos.

- Parece que te llevas muy bien con María.- le dijo Adelio a la japonesa mientras esperaban a María.

- Sí, es una mujer increíble. – En ese instante Namiko se acercó a Adelio. Clavándole su pierna entre las de él, le mordió el labio inferior.

Encendido, Adelio quedó mirando a la japonesa. En eso apareció María lista para irse.

- Ahora sí, adiós Namiko.

Sin responder, Namiko agarró una pechuga de María y besó sus labios. María lanzó una pequeña risa de nervios y se llevó a su marido de la mano. Aturdidos, ambos se alejaron de la mujer de labios azules. Mientras la pareja viajaba a casa, Namiko se revolcaba con su anónima compañera.

Cuando llegaron, María y Adelio entraron directo al dormitorio.

- Buenas noches. – dijo el hombre cuando estaban acostados.

- Buenas noches, que duermas bien. – respondió María.

Al apagar las luces permitieron que reinara el silencio de la noche. Ambos trataban de cerrar los ojos y conciliar el sueño. A pesar del cansancio que se iba apoderando de sus músculos, no podían dormir. Una sola imagen estaba presente en sus mentes: la japonesa. Por primera vez, en diez años de matrimonio, la cama se les hizo demasiado chica.

la busqueda

ace años que me buscaba, incluso desde antes de conocerme. Si no me equivoco, su exploración se remonta a la infancia, cuando aún no sabía qué era eso que anhelaba. Sin embargo estaba ahí, como una sombra, siguiendo cada uno de sus pasos. Me buscó en la poesía y no me halló. Profundizó en la incoherencia de sus pensamientos plasmados sobre papel y me atisbó por un segundo. Me tuvo frente suyo y me dejó ir sin darse cuenta que era yo aquello que necesitaba. En mí estaba la saciedad, el fin de esa carencia que la desvelaba por las noches. Quizás no estaba preparada, porque me miró directo a los ojos y me dijo adiós.

Cuando se despidió no entendí sus palabras. Llegué a pensar que todo había sido un error. Dudé y me confundí a tal punto que traté de resignarme a que había sido una estúpida ilusión mía. El dolor del abandono me llevó al límite de la locura. Su búsqueda había pasado a ser algo personal, en donde me fui enamorando profundamente de aquella que me cazaba. Recuerdo mi incredulidad cuando se alejó sin que yo dijera nada. No tuve fuerzas para pedir una explicación, ni tampoco el coraje para detenerla.

Con el paso de los años la fui poniendo en un rincón de mi mente. Su recuerdo dejó de ser parte de mi rutina y sólo pensaba en ella cuando creía sentirla cerca. Pero el encanto no duraba mucho ya que rápidamente volvía a la realidad de su ausencia. Aunque ya no era parte esencial de mi vida, siempre estaba ese vacío en el pecho cuando se me aparecía su rostro. El tiempo fue mi gran aliado, el que permitió que me anestesiara de la soledad.

No recuerdo el día exacto, pero estaba compartiendo un cigarrillo con mi imaginación cuando me topé con ella, o al menos con una parte de sí. Había pasado tanto tiempo desde que había dado signos de vida, que a veces dudaba que existiera. Por eso, cuando la encontré tan perdida como siempre, en su eterna búsqueda por mí, quedé inmóvil. Ahora me buscaba en sus cuentos. Palabra tras palabra intentaba recrearme para hacerme real. Una parte de mi quiso huir, pero me mantuve firme, en el mismo lugar, a ver si esta vez miraba mejor. Estaba a punto de darle la espalda cuando me vio. No pensé que fuera hacerlo, pero me reconoció.

Me admiró atónita. No sabía cómo aproximarse, pero se le veía en la mirada que quería agarrarme y acercarme a ella.

- Toda mi vida… y aquí estás. – dijo mientras le tiritaba el mentón.

- Así es… y yo siempre esperando por tí…

Sé que se asustó. Quiso salir corriendo una vez más. La primera vez había sido por ingenua y ahora por cobarde. Sentía temor de sus propios sentimientos, de la realidad, de su verdad. No quería abrirse, había estado protegiéndose a sí misma del mundo con la excusa de que no encontraba aquello que buscaba. Y ahora me tenía a mí, mirándola, directo al alma… y no sabía qué hacer.

Tomé su mano para que no pudiera escapar y la invité a caminar por la playa. Sus píes descalzos sentían la arena que se metía entre sus dedos. La aspereza le producía un poco de cosquillas pero también la relajaba. No había vuelto a mirar mis ojos. Cuando la buscaba, su rostro se apartaba para evitar el contacto.

- Nos hemos conocido desde siempre. - le dije.

Al principio trató de evadirme e incluso rechazaba mis palabras. Le pedí que se sentara a orillas del mar y dejara que el agua jugara entre sus piernas. Por primera vez me miró con ternura. Nos fuimos desnudando y descubriéndonos. No tenía el mismo cuerpo con el que tantas veces la recordé, no por eso era menos hermoso.

- Lo siento. – fue lo único que pudo decir.

Yo no necesitaba más. Esas palabras me bastaban para saber que efectivamente yo seguía siendo su todo. Desnudos, quise abrazarla, sentir su cuerpo latir junto al mío, fundir nuestros respiros en un beso y descansar los pensamientos y las dudas. Pero no pude. Ahora fui yo el que miró con temor. Ella no notó mis incertidumbres y esperó que yo diera los pasos para aproximarnos. De verdad que traté, pero no pude. Mi mente perdió el control de mi cuerpo y no me pude mover. Y ella, como siempre tan absorta en sus propias reflexiones, tampoco me vio. Una vez más nos teníamos uno al frente del otro y nos distanciábamos por falta de valor. De a poco nos íbamos disolviendo en el espacio hasta que ella abrió los ojos.

- Espera. – me rogó.

En contra de lo que mi cuerpo gritaba traté de no desaparecer para escuchar lo que tenía que decir.

- Estoy viva. Jamás me había sentido así.

- No entiendo. – le respondí.

- Sí, lo sé. He pasado todos los días de mi vida dormida. Igual que una sonámbula. Respirando pero no viviendo. Tú me has hecho mirar más allá. Sin decir mucho, sólo con tu presencia, me has hecho sentir aquello que creía inexistente.

La miré incrédulo. Tanto tiempo la había esperado. Ahora se aparecía y era aún mejor de lo que jamás había soñado.

- Lo siento. Me encantaría creerte, pero no puedo. Ya no puedo…antes sí. Tomar un riesgo así ahora… simplemente no está en mí. Me estás pidiendo demasiado.

- Tranquilo. – me trataba de callar. – Tú no tienes que hacer nada. Ahora me toca a mí.

- No te entiendo….

Me quedó mirando con sus ojos oscuros, penetrantes, poderosos. Tomó mi rostro desvanecido en sus manos y lo acarició.

- Ya no digas nada, déjame mostrarte.

Me quedé en silencio. Estaba aturdido, pero sentía algo tan fuerte irradiar de ella que la dejé ser. Cerré mis ojos y traté de olvidar mi existencia. Sentí sus manos, frías y pequeñas recorrían mi espalda haciéndome caricias que me daban escalofríos.

Se fue acercando a mi pecho. Sus dedos jugaban con los pelos. Me besó en el cuello. Lentamente fue bajando más. El cosquilleo y los nervios fueron inevitables.

Sostuve su cabeza y la fui guiando por mi cuerpo. La hice besar mis pezones y chuparlos. Luego tomé su boca y la dirigí hacia mi ombligo, un poquito más abajo… y un poco más. La tuve ahí revoloteando y jugando hasta que estuve a punto de reventar.

- Ven aquí. – le dije tomando su cintura con ambas manos.

Ella no decía nada. Jamás imaginé verla así. Tan inocente, tan entregada, tan mía. Por unos minutos tuve la tentación de hacerla sentir como yo lo había hecho durante estos años. Pero cuando miré sus ojos percibí su inocencia. Comprendí que no sabía nada. Le debía mi existencia pero ni eso lograba entender.

Me miraba desesperada. Estaba ansiosa por que fuéramos uno. Ella había estado en otros brazos antes. En cambio yo me había reservado para este momento que tantas veces dudé que se hiciera real. Sentí que había vuelto a nacer. Me enamoré no sólo de ella, pero de la vida en general. Tenía ganas de reír y no había forma de controlar mi sonrisa. Todo floreció ante mis ojos y mi estómago daba vueltas en ansiedad.

Nos quedamos tendidos en la cama. Desnudos, compartiendo caricias, mirando la nada y pensando en todo. Disfrutando cada segundo, cada respiro, cada mirada. Su cabeza descansaba en mi brazo y su pelo me producía picazón. Apasionado, me precipité sobre ella y la besé.

- Te amo. – le dije sin pensar.

No sé qué esperaba escuchar. Ella no dijo nada… cualquier respuesta hubiese sido mejor que su silencio. Me miró con los ojos bien abiertos. Cuando le devolví la mirada dio vuelta la cabeza para otro lado.

- Dime algo. – le pedí cuando se comenzaba vestir.

- Estoy un poco apurada ahora. Después hablamos.

- ¿Cómo que después hablamos? ¡Dime algo! – le exigí.

- Adiós, te llamo. – y con esas míseras palabras me plantó un beso frío en los labios.

Durante días estuve sentado en mi departamento esperando su llamada. Pasaba el tiempo y no me atrevía a salir… no fuera a ser cosa que sonara el teléfono y que yo no estuviera en casa para contestarlo.

Cuando volvía a perder la esperanza de encontrarla, apareció. Lucía el pelo suelto. El viento no me dejaba ver bien su rostro.

- Es a ti a quien siempre he querido. Pero no puedo tenerte, no puedo dejarte ser. Si te permito existir entonces me quedo sin razón para vivir. Si mi búsqueda termina ahora, aquí, contigo… no me queda nada.

- ¿Qué quieres decir? – le pregunté.

No necesité escuchar su respuesta. Mirándola lo supe. Se sentó frente al computador y abrió el archivo búsqueda. Luego en la barra superior: edición – seleccionar todo
- Te amo. – volví a decir.
Yo también. – respondió y su dedo presionó borrar.

veinte y uno

El ruido de las monedas y el incesante palanqueo le dieron la bienvenida. Una copa de champagne burbujeaba en su boca. De a poco el alcohol subía por su cabeza. Sin entender si era por culpa de su estómago vacío o de las luces de infinitos colores que jugaban con sus ojos, su cuerpo comenzó a tambalear suavemente. Agarró un vaso de agua de la barra y se lo tomó al seco. Aún medio mareado retiró $200.000 pesos del cajero. Miró largamente los billetes entre sus dedos sin saber qué hacer con ellos. Frotaba una y otra vez el dinero en sus manos. Trataba de pensar, de entender, de descifrar en qué situación se había metido. Pero sentía que ya era demasiado tarde para tratar de comprender, ya no había vuelta atrás. Simplemente tendría que seguir adelante con la decisión pactada. No sólo las 200 lucas estaban en juego, sino que toda su vida dependía del azar.
Guardó el dinero en el bolsillo de su pantalón y fue en busca de lo anhelado. Entre vueltas se topó con unos extraños aparatos que permitían hacer apuestas con monedas. No había que entender en qué consistían las reglas, era tan fácil como agarrarse de la palanca en su costado y jalarla hacia abajo con poca fuerza. Con eso el destino hacía lo suyo. Parecían ser miles las personas sentadas frente a esas máquinas, con los ojos centrados en su pantalla, su mente embriagada con el ruido que ellas emitían y con la esperanza de escuchar el escalofriante ruido de las monedas chocando contra metal si tenían la suerte de ser ganadores. En medio del tumulto, sonó una monótona melodía de circo. Una de las máquinas comenzó a lanzar destellos de luz. Tres campanazos retumbaron en los oídos de los curiosos que se habían acercado a idolatrar al aparato que escupía monedas. La ganadora, casi con taquicardia, se acaparó de su ganancia. Junto con el fin de espectáculo se acabaron los cinco minutos de fama de la afortunada. Todos volvieron a sus puestos tras las máquinas y continuaron tirando la palanca de la suerte mientras sus ojos se volaban con los colores de la pantalla.
Agobiado por el ambiente, decidió tomar otro vaso de agua. En una esquina del bar una joven mujer jugaba con el humo de su cigarrillo mientras se acompañaba de un martini. Pasaron pocos minutos cuando un par de sujetos se le acercó a contarle sus triunfos. Ella los miraba sin verlos realmente. Luego de escucharlos por un corto tiempo, tomó su copa y se fue a sentar a otro lugar. Avergonzados, los vejetes volvieron a seguirla y pusieron un paquete encima de sus piernas. Sin abrirlo, la muchacha dejó el resto del martini sobre la barra y emprendió rumbo entre los brazos de los desconocidos.
Tratando de absorber todo lo que aquel lugar le tiraba, el hombre prefirió esperar hasta calmarse un poco. Sin embargo, cada minuto que pasaba lo emborrachaba más. A medida que las máquinas se iban apoderando de las voces humanas aumentaba la densidad del humo. Casi de forma natural, las personas se habían tornado muda para darle vida al ruido de las fichas plásticas moviéndose entre los dedos ambiciosos. No había espacio para ningún pensamiento que no fuera el del dinero. Sólo con mirar los fajos de los potentados él se excitaba, pero no le duraba mucho cuando recordaba aquel número maldito: el 21.
Queriendo terminar rápido con el martirio se dirigió a una extensa mesa con una ruleta al final. Todos hacían sus apuestas mientras él compraba sus fichas. Un hombre en silla de ruedas manoseaba un cigarrillo mientras cargaba la mesa con sus piezas. Frente a él, un hombre con ropa añeja y barba de varios días discutía con su compañero de juego si apostaban 20 ó 50 mil pesos. Nervioso recordó el mito de aquel juego que tantas veces lo había acompañado. Quizás fuera Pascal, quien, obsesionado con la idea del movimiento, había creado el concepto de la ruleta. No obstante siempre sintió más creíble la versión de Blanc, quien formó una alianza con el diablo para entender aquel círculo que, al sumar todos sus números daba como resultado 666. Así, tal como lo había hecho Blanc, ahora él se entregaba por completo a la ruleta y apostaba su vida al 21. Puso $10.000 sobre su preciado número. Primera jugada, número ganador: el 6. Con temor miró al resto de los jugadores. Todos habían hecho grandes apuestas en diversos números de la mesa. No obstante, contrario a lo que él esperaba, estaban todos tan absortos en sus propios números que nadie se había percatado de su fracaso. Después de todo, ¿qué importancia podría tener una mísera ficha de $10.000 pesos al lado de las demás apuestas?
Aliviado, volvió a apostar $10.000 sobre el 21. Número ganador: 13. La casa volvía a ganar y él comenzaba a ponerse nervioso. Esperó hasta que el crupier arrojara las palabras “no va más” y realizó una apuesta más. Nuevamente el resultado fue nulo. Le iban quedando $170.000 y el alcohol lo seducía en la distancia. Alzó los ojos de la mesa buscando el bar cuando se topó con la mujer del martini. Tenía la pintura de sus ojos corrida y el pelo desordenado. El pronunciado escote en su vestido permitía notar la excitación de sus pechos. Tentado, palpó el calor de los billetes dentro de su bolsillo. Ella sintió los ojos del hombre recorrerla y se quedó mirándolo fijamente. Cuando sus ojos se toparon ella aprovechó de humedecer sus labios con su lengua. Extasiado con la entrega de su cuerpo le dio un apretón al dinero que había toqueteado y se acercó a ella.
- ¿Cuánto cobras? – le preguntó.
- ¿Para usted?
- Cómo quieras…para mí o para cualquier. Sólo dame un precio bajo. – le dijo posando su pesada mano en su trasero.
Acercándose a su oído ella pronunció el precio que tendría que pagar para llevársela a la cama.
- De acuerdo. Vamos.
Con torpeza la tomó del brazo y se la llevó al automóvil.
- ¿No vas a pagar una pieza?
- Esta perra está loca – dijo riéndose para sí. - ¿Con qué plata huevoncita? Métete al auto no más.
Sorprendida por el repentino cambio de personalidad, la prostituta obedeció sin responder. En el auto Phuong la tiró bajo su cuerpo y sus manos la apretaron con desesperación. Era como si con cada agarrón buscara arrancarle un pedazo. Excitado rajó el escote del vestido y comenzó a cachetear sus mamas hasta lograr que los pezones se levantaran. Mientras ella gemía de dolor, él mordisqueaba con brutalidad sus pechos.
Sin poder arrancarlo de encima, la mujer comenzó a llorar en silencio. Sabía que no lograría nada con gritar ya que su profesión era bien conocida en el medio. Al ver las lágrimas, Phuong comenzó a sentir dolor en su pene al no satisfacer su excitación sexual. Raudo, se desabrochó su pantalón y subió el vestido de la joven. Al tratar de meter su miembro se dio cuenta que sus músculos estaban contraídos.
- Mira mierda, te estoy pagando pa esto. Así que ábrete o te saco la cresta.
Zona no atinaba a hacer nada. Por más que trataba de hablar el temblor de su mentón no le permitía pronunciar las palabras.
Enajenado, Phuong comenzó a golpear su rostro para penetrarla con facilidad. Extasiado por el poder que estaba experimentando, sintió que su genital aumentaba aún más de tamaño. Perdiendo fuerza, los músculos de Zona se relajaron hasta que finalmente el hombre cumplió su propósito. Pocos minutos después el hecho ya estaba consagrado y él abría la puerta del auto para tirarla en la calle.
Se sentó un rato frente al manubrio y contempló la noche. Zona se había levantado del piso con dificultad y se había alejado con rapidez. Él la miraba alejarse y sonreía mientras abría una ventana del automóvil para espantar el olor a sexo y sentir el frío de la noche. Buscó las llaves del auto en su bolsillo y se encontró con $20.000. Eso era lo único que le quedaba de los $200.000. Miró el estanque de gasolina y decidió usar el dinero sobrante en bencina. No alcanzó a prender el auto cuando sonó su celular. Sorprendido contestó el aparato.
- ¿Aló?
- ¡Mi amor! – gritó una voz femenina por el otro lado del auricular.
- ¿Acacia?
- Sí tontito, ¿quién más?
- Hola preciosa. ¿En qué andas?
- Esperando.
- ¿Esperando qué cosa a estas horas?
- ¿Cómo que qué cosa? A que llegue el 21, ¿qué otra cosa podría ser?
- Ahh sí, claro, el 21.
- ¿Qué ocurre? ¿Se te olvidó lo que pasa en esa fecha?
- No mi amor, ¿cómo se me podría olvidar el día de nuestro matrimonio? Pero anda a acostarte que ya es tarde. Nos vemos mañana ¿bueno?
- Bueno mi vida. Que duermas bien.
Agobiado, tiró el teléfono sobre el asiento del copiloto. Sentía los pensamientos pesados y los ojos agotados de tanto ver. Apoyó su cabeza en el respaldo y dio un largo suspiro. No va más, no va más se repetía una y otra vez en su mente.
- Sí va más… mucho más – se dijo a sí mismo en voz alta.
Olvidando todo lo sucedido prendió el auto y se dirigió hacia su casa. Mañana todo volvería a ser como siempre.